"Venir y ver la fosa abierta ha sido ver lo que yo sabía que había en la tierra". Ana Pereda recuerda haber visitado el lugar bajo el que yacían los restos de su abuelo, Gaspar Pereda González, desde que ella era una niña. En su familia siempre supieron que estaba enterrado al final de un camino, a 500 metros de la carretera, en el término burgalés de Loma de Montija, porque uno de los 24 vecinos que acompañaron a Gaspar en su fatal destino, quedó vivo. "Cuando los asesinos abandonaron la fosa, él salió y fue hasta el pueblo, contó lo que había pasado y dijo dónde los habían enterrado. Después se escapó y acabó en el exilio", recuerda Ana.
Veinte profesionales de la Sociedad de Ciencias Aranzadi, al mando del forense Paco Etxeberria, se han encargado de abrir la fosa y exhumar los 24 cuerpos. Aunque no está confirmado, puede que uno de ellos sea el de una mujer que fue llevada a ese lugar junto al grupo en el otoño de 1936.
Más de la mitad de los esqueletos tenían la manos atadas a la espalda
A pie de fosa, de donde no se despega desde que comenzaran los trabajos de exhumación el pasado lunes, Ana cuenta, mediante conversación telefónica, que a su abuelolo asesinaron el 26 de noviembre de 1936. "Era un labrador, un hombre del pueblo, de izquierdas, sí, pero no era políticamente activo". Los días previos a su muerte Gaspar los pasó cavando la fosas en las que luego serían enterra-dos otros vecinos, "hombres como él, gentes de campo que votaban a la izquierda porque era la ideología que mejor representaba sus ideales", apunta Ana. A la tercera noche, Gaspar intuyó que era a él al que le tocaba morir y se despidió de su mujer y de su hija. Los hijos varones habían huido. "No volvió nunca más", recuerda su nieta.
Casquillos de bala
En la fosa se han encontrado también casquillos de bala, lo que pone de manifiesto que fueron asesinados en ese lugar. La crueldad de los asesinos se deja ver también en el hecho de que más de la mitad de los cuerpos exhumados tienen las manos atadas a la espalda. "Es algo que no se suele ver de manera habitual", explica Etxeberria. El siguiente paso es la extracción del ADN de los esqueletos y su cotejo con muestras de familiares vivos, un trabajo que se realizará en la Universidad del País Vasco.
"No fue sólo el matar, fue el miedo que se impuso", dice la nieta de un fusilado
Mónica Rivera, estudiante de la Universidad de Chicago, de intercambio durante este curso en Barcelona, ha vivido su primera experiencia en la apertura de una fosa en Loma de Montija. Cuenta que los esqueletos le han impresionado, pero explica emocionada su conmoción al escuchar las historias de represión de los familiares. Sus bisabuelos son españoles pero nunca, ni en su familia ni en la universidad en la que estudia, le hablaron de ese periodo de la historia de España. "Es como si no existiera para los norteamericanos".
De lo espeluznante de las historias de los represaliados también sabe mucho Etxeberria, que lleva diez años abriendo fosas junto a su equipo. "Uno de los hijos de un hombre asesinado aquí, que vive en Madrid, nos ha dicho que vino a la fosa en 1937 con su madre, viuda, a poner una flores y que fueron apedreados por los fascistas del pueblo. Eso es más impresionante que todo lo que nosotros vemos como técnicos", explica.
Ana también sabe lo que es escuchar las historias de la represión que vivió su familia. En su casa siempre ha escuchado que a su tía le hacían barrer la plaza del pueblo para humillarla y que, una vez, en la fiesta del pueblo, mientras sonaba la música, a las mujeres y a las hijas de los represaliados las pusieron en la plaza y les raparon la cabeza. "No fue sólo el matar, fue el asedio, el miedo que se les impuso a todos, el vivir en el silencio y la imposición del olvido", lamenta.
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