Desde que The New York Times les puso a caldo por empurar a Garzón a cuenta de la causa contra el franquismo, los jueces del Supremo, que son muy mirados con lo suyo, no han cesado en sus intentos por lavar su imagen a mano y a máquina. A la absolución del exmagistrado, toda vez que ya había sido obligado abandonar la carrera por el asunto de las escuchas de la Gürtel, le ha seguido un auto hecho público ayer en el que, por un lado, ratifican que los crímenes de la dictadura no son perseguibles penalmente pero, por otro, emplazan al Gobierno a abrir las fosas de los represaliados e identificar a los muertos. Con esto esperan dejar de ser considerados parte del “pensamiento totalitario de la era de Franco”.
Lo primero no es ninguna novedad ya que, según su propia doctrina, el Supremo entiende que no es posible catalogar dichas acciones como crímenes contra la humanidad porque dicho delito no estaba tipificado como tal cuando fueron perpetrados. ¿Consecuencia? Pues que los asesinatos habrían prescrito, y aunque no fuera así tampoco podrían ser juzgados en virtud de la ley de Amnistía de 1977. Con las mismas, decide que las competencias sobre la apertura de las fosas del franquismo corresponde a los juzgados de las localidades en que se encuentren y no a la Audiencia Nacional.
La segunda parte del auto es la que permite a sus señorías nadar y guardar la toga, ya que invoca varias resoluciones de Naciones Unidas referidas a las reparaciones que corresponden a las víctimas de violaciones manifiestas de los derechos humanos. En concreto, una de 2006 en la que se reconoce el derecho de los afectados a “la verificación de los hechos y la revelación pública y competa de la verdad”, así como “la búsqueda de (…) los cadáveres de las personas asesinadas, y la ayuda para recuperarlos, identificarlos si fuera necesario, y volver a inhumarlos según el deseo explícito o presunto de la víctima o las prácticas culturales de su familia y comunidad”. Y como se subraya más adelante, esa misión corresponde al Estado y, por tanto, al Gobierno que lo representa.
Resumiendo, los familiares de los asesinados por el franquismo no podrán perseguir penalmente a sus autores pero sí recurrir a los jueces para que daten los crímenes e identifiquen a las víctimas. Añade el Tribunal que, tanto por dignidad como por razones de “policía sanitaria mortuoria”, los restos “no pueden permanecer en el anonimato ni fuera de los lugares propios de enterramiento. Y tampoco cabe imponer a sus familiares el gravamen representado por tal clase de situaciones, moral y jurídicamente insostenibles”. Ello implica, necesariamente, exhumarlos de las cunetas donde se encuentran y hacerlo a cargo del Estado y no del voluntarismo de las ONG dedicadas a la recuperación de la memoria histórica.
El Supremo hace algo más. Cita las disposiciones que los familiares podrán invocar judicialmente para recuperar a sus muertos, desde la Ley de Enjuiciamiento Civil de 1881 -en tanto en cuanto no exista otra regulación sobre expedientes de jurisdicción voluntaria- a la del Registro Civil de 2011. El Gobierno, que recientemente decidió cerrar la Oficina de Víctimas de la Guerra Civil, lo tiene un poco más difícil para hacer como quien oye llover.
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