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jueves, 14 de abril de 2011

República con honor

TRIBUNA ABIERTA
POR JOSÉ IGNACIO LACASTA ZABALZA, CATEDRÁTICO DE FILOSOFÍA DEL DERECHO, - Miércoles, 13 de Abril de 2011

Es difícil luchar contra la versión dominante de lo que fue la República. Primero, contra la confusión cronológica. Todavía los hay que culpan de la guerra, como el nieto de Gregorio Marañón, al comunismo estalinista. Pues bien, el 18 de julio de 1936 el PCE era un minúsculo partido, con nula presencia gubernamental y escasa fuerza parlamentaria (algo más de una quincena de diputados). Que el PCE no era para nada responsable de una contienda fratricida que iniciaron los generales facciosos encabezados por Franco y Mola, lo sabe cualquier persona informada.
Gran parte de lo que se dice sobre la República tiene -la expresión es de Manuel Azaña- olor a chamusquina. Por las quemas de conventos que en 1931 y 1936 tuvieron unas reducidas dimensiones y…todavía hoy no se sabe quiénes fueron los autores. Desde luego, no los republicanos en el poder, como Azaña, siempre encorajinado desde el Gobierno con este asunto. Para más información, puede leerse el interesantísimo libro del historiador jesuita Alfredo Verdoy, Los bienes de los jesuitas (Trotta, Madrid, 1995).
Las matanzas de curas y monjas (siempre repugnantes) se dieron después del 18 de julio de 1936. De los miles y miles de asesinados responden la ira popular y algunas siglas de izquierda, principalmente anarquistas. Lo que puede leerse en algún testimonio tremendo, como el del monje navarro Gil de Imirizaldu, novicio superviviente de la masacrada diócesis de Barbastro. Cada cual es responsable de sus actos, desde luego. Pero el vacío de poder creado por los golpistas es responsable primero del desorden público general y no la República, con su ejército y fuerzas policiales divididas en dos bandos por causa de ese golpe faccioso.
En las versiones más conocidas de la República (en las series televisivas, por ejemplo), este régimen es presentado como una bronca permanente, como una zaragata constante, un enfrentamiento sin remedio. Ciertamente, la República encajó un golpe de Estado (el de Sanjurjo), una revolución (la de Asturias de 1934) y finalmente no se sobrepuso a una guerra civil de tres años de duración. Pero la República tenía vida propia, y quienes defienden que todo iba manga por hombro lo que proponen es que Franco introdujo el "orden" en aquel inventado e inmenso desorden. Lo que es rotundamente falso e interesado.
El Parlamento republicano no dejó de reunirse en la guerra ni en el exilio. El Tribunal de Garantías Constitucionales dictó centenares de sentencias. El Tribunal Supremo había creado una nueva Sala, la de lo social, para atender los numerosos conflictos colectivos laborales y los derechos de los trabajadores.
No solamente las Cortes elaboraban leyes y los tribunales actuaban en el día a día. Bien, mal o regular, las cosas funcionaban institucionalmente en la Segunda República. Las Universidades impartían títulos, la enseñanza media se mejoraba notoriamente y las primeras letras todavía pueden presentar los miles y miles de escuelas construidas en esa etapa histórica, así como la dignificación general del Magisterio español. No se lo creerán algunos, pero había Ayuntamientos, donde se votaba y miraba por el interés general; cuya composición dependía del resultado de las elecciones, porque en la República había libertad de asociación y derecho al voto a todos los niveles.
Del aparato militar y de orden público, hay que recordar los miles de jefes, oficiales, suboficiales y soldados asesinados por Franco por ser leales al juramento prestado a la República. ¿A cuántos generales, no pocos, les costó la vida esa lealtad y honradez? El Cuerpo de Carabineros, unos siete mil, fueron en su inmensa mayoría fieles a la República (tan fieles que Franco disolvió ese Cuerpo). Los Guardias de Asalto, no en la proporción de los carabineros, también tuvieron altos porcentajes de lealtad a la Constitución de 1931. Y hasta la Guardia Civil que Franco estuvo a punto -dice Paul Preston- de disolver. Porque miles y miles de guardias civiles (sobre todo en las grandes ciudades como Barcelona, Madrid o Valencia) se mantuvieron a las órdenes de las autoridades republicanas. Cómo no recordar al general Aranguren, al coronel Escobar (luego fusilado por Franco), de la guarnición de Barcelona a las órdenes de la Generalitat, o al comandante Rodríguez Medel, de la zona de Navarra, asesinado por Mola a las primeras de cambio por su negativa a secundar el golpe.
De todos aquellos funcionarios, miles y miles, no hay que olvidar su calvario. Ni que, a muchos de ellos, el régimen democrático de 1978 no les restituyó en sus derechos hasta ¡1984! Desde el 1 de abril de 1939, ¿cuántos años van? Algunos de ellos, como los Aviadores de la República, han muerto todos prácticamente.
No, no es cierto que la República era un régimen sin republicanos. Quizá no se educaron los suficientes; pero no solamente había izquierdas y derechas políticas, sino también mucha gente decente fiel a la democracia y al régimen constitucional republicano. El libro del general Vicente Rojo sobre la guerra civil, recientemente publicado, nos habla de un militar conservador en muchas cosas políticas (socialmente no), católico nada exhibicionista pero tampoco clandestino, orgulloso de su fe, un hombre de orden amante de la autoridad bien ejercida y legítimamente constituida, que no entiende cómo un oficial español puede ser un perjuro contrario a su propia conciencia (el juramento de lealtad a la República era obligatorio en el ejército español). Despreciaba a los militares franquistas, en cuya actitud, como en gran parte del mando de Marruecos (que Vicente Rojo conocía muy bien por haber permanecido años allí destinado), no veía sino el gusto de saltarse el escalafón, no poco de medro social y le parecía que deshonraban su uniforme y su profesión.
Qué poco le gusta recordar -nada, exactamente- al derechismo español que el golpe de Franco se dirigió contra una Constitución democrática fruto del sufragio universal de mujeres y hombres. Pues, según lo escribe Lorenzo Peña en su excelente Estudios Republicanos (Plaza y Valdés, Madrid, 2009), el programa de la Falange incluía ya la exigencia de la (textualmente) "anulación fulminante" del texto constitucional de 1931 por atentar contra la unidad de España. Y ese programa forma parte de las leyes del Movimiento Nacional o bases institucionales del régimen franquista (desde el Decreto de 19 de abril de 1937).
La Constitución de 1931, pese a quien pese y con las diferencias que se quieran señalar, tenía el mismo mapa institucional que la de 1978: régimen parlamentario, Tribunal Constitucional o de Garantías, sufragio universal de mujeres y hombres, derechos fundamentales, Estatutos de Autonomía, etc. Aquel texto es el legítimo antecedente directo de la Constitución hoy vigente, de la democracia actual.
Por eso hay que admirar a quienes fueron adeptos sin condiciones a la legitimidad de la República, a Vicente Rojo, a Juan Negrín, a Clara Campoamor, a García Lorca y tantos otros y otras; porque la nómina de buenas cabezas pensantes -lo que nunca podrá decir el franquismo de los suyos- era más que numerosa. Por eso se ha de rememorar esa República con honor, tan adepta a sus palabras y pensamiento, a su conciencia, como un humilde carabinero.

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